ROMBOS. ÚLTIMA VERSIÓN

Una espera interminable, indefinida, inesperada, irreal, atemporal. Había visto posibles imágenes para la tapa, colores y tipografía; ya conocía el título del libro y algunas de las historias que allí había atesoradas; sabía cuántos cuentos iba a tener, el esfuerzo del autor, la búsqueda de la editorial… Creía que lo sabía todo, pero no, ni siquiera lo había visto en vivo y en directo, aún no lo había podido hojear, inspeccionar, leer ni oler… Hasta que una tarde de agosto apareció una posibilidad… Iba a poder tener los textos que conformaban el libro. Desconocía si impresos, anillados, colgados, enviados; solo estaba al tanto que eran los textos, no el libro impreso.

Esa tarde de agosto comenzó a hacerse noche y en esa noche muchas luces iluminaron mi espera en ese bar. Unas manos me acercaron un paquete y recibí hojas impresas, blancas, con letras en negro, sueltas y juntas, ordenadas, dobladas de a pares, con olor a papel, no a libro, sin tapa ni contratapa ni lomo; era una impresión de doscientas páginas de un libro que esperaba leer desde hacía mucho.  

Cuando agarré el paquete venía ajustado con una cinta, me empezaron a transpirar las manos. Lo sujeté y miré fijamente la primera hoja: “Rombos. Última versión”, escrito en mayúscula y marcado con resaltador fluorescente amarillo. Seguí mirando ese título; las luces del bar estaban más bajas que cuando había llegado, ahora habían encendido las que irradiaban muchos colores distintos. Cada color que se reflejaba en la palabra “Rombos” lo hacía cambiar, el amarillo fluorescente con el que estaba remarcado pasaba a ser de tonalidades verdes, rojas y anaranjadas.

Tenía las manos heladas. ¿Qué hacía con esa impresión allí mismo? Yo quería el libro, tocar la tapa, contar cuántas hojas de cortesía había, ver el isbn impreso. Quería mirar la solapa, la foto tan esperada que iba a estar ahí, los datos del autor, la calidad de la impresión, qué papel habían elegido, la tipografía de la contratapa… Pero no, sólo veía cómo la palabra “Rombos” se modificaba con cada color de las luces. Lo dejé sobre la mesa, “ya habría tiempo para leerlo”, pensé. De pronto, el autor del libro, el mismo que me había traído el ejemplar impreso, ya estaba sentado frente a mí hablándome acerca de los cuentos que había en el libro. “¿Querés que te lea uno?”, dijo.  Me quedé callada con los ojos puestos en la palabra “Rombos”.

Entiendo que él había estado esperando una respuesta todo ese tiempo, mientras yo lo único que hacía era mirar los cambios de colores que las luces hacían sobre esa palabra. “Puedo leer el primer cuento del libro, si te parece”. Le dije que sí, claro que quería escucharlo. “Se llama “Lupa de cemento””, dijo con entusiasmo. En ese mismo instante, recordé cuando era una niña y mi abuela me leía, creo que nunca lo había hecho sentada frente a mí, tampoco recuerdo si me miraba cuando iba leyendo… pero sí era la misma sensación, el tiempo que se detiene cuando comienza una lectura… “Impecable y confiado, Ernesto se dirige hacia la ansiada entrevista laboral…”. Ya estaba sucediendo, el tiempo que había retrocedido me traía de nuevo a este bar en el que estaba escuchando el primer cuento del libro tan ansiado.

Me percaté de cada pausa, de cada personaje, me metí de lleno en el abismo, en lo inextricable de la historia; sentí opresión como si estuviera en ese ascensor, el vértigo del tiempo que pasa tan rápido, la angustia de la existencia. Tuve dudas, desazón, estuve allí, seguí a los personajes a donde me llevaban… Las manos me habían transpirado desde el principio del cuento, la incomodidad de sentirme dentro de ese ascensor me empezaba a molestar en la espalda… Ya el final se precipitaba, creía saber qué iba a pasar y, de pronto, era como un sueño, de alguna manera lo conocía, ya lo había leído.

Cuando leyó la última parte dejé de sentir la transpiración de las manos, la historia se terminaba y eso me provocaba el alivio de no sentirme más dentro de aquel cubículo, de olvidar el vértigo que me provocó ponerme en el lugar de ese personaje que en la primera hoja del cuento se sube a un ascensor que va hasta pisos muy muy altos.... Después de esa lectura, no recuerdo mucho más, fue como si allí se hubiera detenido aquel momento. Lo único que quería era llegar a mi casa para poder leer el material impreso.  

Al día siguiente repasando cada momento de aquella tarde de agosto con las hojas de “Rombos”, lo comprendí todo: no tenía el libro impreso, eso era un hecho, pero había recibido dos regalos, sin esperarlos siquiera, sin pedirlos. El mejor había sido la lectura del cuento dedicada para mí, única oyente en esa tarde de agosto. Y no solamente la lectura, también las hojas impresas que venían de la casa del autor y de la editorial situada a muchos kilómetros de distancia de nuestra ciudad. Ahora tenía conmigo un pequeño y gran tesoro que había llegado de la manera más extraña jamás vivida en mi experiencia laboral… De todo aquel día me quedó la enseñanza de que a veces no es como queremos que sea, sino que hay otras formas, otras jugadas destinadas por el azar, otros “rumbos”, un solo “rombo”, y también esta nueva historia para regalar (te).

                                                                                                                                        

                                                                                                                                            Star

                                                                                                                                 “Cada libro, cada volumen que ves aquí, tiene un alma. El alma de la persona que lo escribió y de aquellos que lo leyeron, vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien baja sus ojos a las páginas, su espíritu crece y se fortalece” (La Sombra del Viento, Carlos Ruiz Zafón).

 

 

 

 

 

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