Distancias

 Había una vez una princesa que había nacido sin nombre; todo lo demás tenía nombre, menos ella. Era una jovencita de cabellos y ojos color marrón. Un día, su madre, decidió que había llegado el momento de que tuviera un nombre. Le preguntó cuál le gustaría, pero la princesa no le respondió. La reina dijo que así no podía seguir, que ya le había dado mucho tiempo para pensar. La princesa permaneció callada. “¡Respondeme!”, le había dicho la reina levantando la voz. Y la princesa siguió ensimismada mirando hacia el piso sin decir ni una sola palabra. “¡A partir de hoy te llamarás Iverna!”, había sentenciado la reina. La princesa quería decirle que no sabía qué nombre tener, que hubiera preferido que se lo eligieran al nacer…

Aquella noche la princesa durmió muy poco, pensó qué hacer, sabía que en el bosque había un lugar donde cambiaban los nombres. Antes de que amaneciera se fue a uno de los establos, buscó a Hans, su caballo de pelaje negro, y le dijo: “¡Nos vamos de aquí!”. Cabalgó durante un largo rato hasta que llegó al bosque. Era una mañana de primavera, de esas en las que el sol brilla sin nube que lo tape. Pero en el bosque muchas copas de árboles apenas dejaban entrar hilos de luz. 

Después de un tiempo de andar, se detuvo a beber agua de un arroyo. De pronto, Hans empezó a relinchar mirando hacia un árbol donde algo parecía moverse. “¿Quién está ahí detrás?”. A los pocos segundos, se asomó un hombrecito pequeño, tenía un traje de muchos colores y un sombrero en forma de hongo. Le preguntó si necesitaba algo y la princesa Iverna le pidió que le dijera cómo llegar al lugar donde cambiaban los nombres. El hombrecito le indicó que fuera por el sendero que tenía delante y que después de un rato iba a llegar a un puente, y que al cruzarlo lo encontraría. 

Pero le advirtió que allí iba a encontrarse con la princesa del reino Aguilarre, que era alta, seria, rígida, inflexible, fría como la nieve, y que tenía puesta una armadura de metal... Que cuidaba el puente y solo dejaba pasar si le gustaba el nombre que le decían. La princesa Iverna empezó a preguntarse, “¿por qué hay una princesa de ese reino? ¡Así que ella elige…! ¡Ahhh, yo voy a pasar igual! ¿Quién se va a creer esa para…? ¡Yo también soy una princesa y me pusieron Iverna que significa invierno y ella es fría según el hombrecito, mmmm!”. 

Mientras seguía mascullando iba alejándose… “¡Vamos, Hans!”. Y cabalgó durante un largo rato hasta que comenzó a divisar el puente. Era un puente alto y largo, lleno de colores, que se elevaba muy por encima de un arroyo. “¡Más rápido! ¡Vamos!”. Y unos minutos después ya estaba donde empezaba el puente. En el cielo había unas nubes de color rosado, el sol estaba empezando a caer, el agua del arroyo era transparente. El puente tenía una puerta, pero lo que más llamaba la atención eran los distintos colores en cada una de las maderas, rojo, naranja, amarillo,  violeta, azul, verde… ¡Parecían los colores del Arco iris! La puerta estaba cerrada y allí no había nadie. 

“¡Ajá, pasaremos de alguna forma, nada nos va a detener!”, y cuando estaba queriendo abrir la puerta apareció la princesa del reino Aguilarre. Era alta, hermosa. Su armadura brillaba en todos sus lados y en su mano llevaba un escudo de metal. Tenía el ceño fruncido, los labios apretados… “¡Detente! ¿Qué haces por aquí?”, le preguntó a la princesa Iverna. “¡Dejame pasar!, vengo a cambiarme el nombre”. “¿Por cuál?”. “No lo sé…”. “No puedes cruzar el puente”. 

Y en ese momento la princesa Iverna empezó a decirle que acaso no sabía quién era ella, que venía recorriendo largos caminos, que quería pasar... No hubo respuesta. La princesa del reino Aguilarre allí estaba: mirando hacia la nada, seria, ensimismada, distante... La princesa Iverna buscó su mirada, más no la encontró, y fue en ese instante cuando se vio reflejada en ella, con esa distancia, esos silencios, la cara tan seria cuando estaba enojada, sin mirar a los ojos, y con esa inflexibilidad que estaba mostrando. 

Se paró frente a la princesa del reino Aguilarre y le dijo: “Somos muy parecidas, hasta en lo físico, ¿lo ves? Yo también tengo armadura, yo también frunzo el ceño, aprieto los labios… Cuando me siento incómoda me distancio de las personas, cuando me enojo mucho también, y cuando me supera una situación dejo de mirar a quien tengo enfrente... 

La princesa del reino Aguilarre permanecía callada hasta que después de unos minutos le dijo a Iverna: “Vete, pronto va a llegar la noche; cuando sepas cómo llamarte vuelve y veré si te dejo pasar. Yo soy la cuidadora de este puente, que por si no lo sabes se llama “Puente Iris””. La princesa Iverna en ese momento supo qué nombre iba a elegir… pero ya era tarde, la princesa Aguilarre se marchaba a paso firme y acelerado por el sendero…

 

                                                                                                 

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