El bicho

Lo busqué por la habitación de Ana hasta que lo vi. No fue difícil encontrarlo: el bicho estaba con los ojos cerrados, aferrado a la pared blanca. Era grande. Tenía un pelaje abundante, manchas oscuras, una antena plateada en reposo y uñas en las patas. Movió la antena lentamente de un lado hacia el otro, y la posibilidad de que pudiera despertarse me recordó lo que me había dicho Ana, que el bicho era incapaz de lastimar a alguien… Yo sabía que no era así. Había tratado de decírselo.
Un leve movimiento que hizo el bicho me obligó a apurarme. En puntas de pie caminé desde la puerta de la habitación hasta la pared blanca en la que estaba apoyado. Me acerqué y lo miré: parecía dormido, se tapaba un ojo con una de sus patas. Detuve mi mirada en su antena plateada, en esas patas peludas y en las manchas oscuras de su pelaje… Tenía un olor parecido al de las rosas cuando se pudren. Me alejé de él dando un paso hacia atrás. Luego, cuando se volvió a mover, agarré la almohada, la sujeté con mis manos por los costados y me volví a acercar a él para ahogarlo con la almohada. Comenzó a moverse desesperado, yo seguía apretando la almohada; él movía sus patas con tanta velocidad que dejé de apretar y fue en ese momento cuando con una de ellas me arañó. Me corrí hacia atrás, la almohada tenía sangre, me ardía la mejilla,  me pasé la mano, toqué mi propia sangre. Lo miré. Su antena se movía como la cola de un gato cuando está nervioso. 
Comenzó a desplazarse por la pared en dirección a la puerta, corrí a cerrarla. De pronto, se detuvo, me volví a acercar y me abalancé sobre él para ahorcarlo, le apreté el cuello lo más fuerte que pude hasta que entrecerró los ojos y se quedó quieto… por unos segundos, porque de pronto empezó a sacudirse de una manera que no podía sostenerlo. Tuve que soltarlo.  Tenía el abdomen hinchado. Luego, recuperó la respiración y comenzó a emitir un silbido que nunca antes se lo había escuchado. Silbó muy fuerte, hasta que se detuvo. Luego comenzó a toser y a tener arcadas. Retrocedí lo más rápido que pude, mientras él continuaba vomitando. De pronto, la puerta del dormitorio se abrió... Ana me obligó a que me fuera del cuarto, que era la última vez que me pedía que no me metiera con el bicho.
Pasaron algunas semanas y una tarde que estábamos en la cocina me hizo acompañarla hasta su cuarto, que necesitaba mostrarme algo. Le dije que no, insistió en que era urgente... Caminamos por el pasillo, llegamos al dormitorio y entramos: el bicho seguía allí, aferrado a la pared blanca, refregándose las patas y moviendo su antena. Al darse cuenta que yo estaba allí me miró con esos ojos tan brillantes. Ana caminó hasta la pared, yo seguía cerca de la puerta. Se puso al lado de él, buscó su mirada. Luego comenzó a acariciarlo, me miró a mí y dijo:
—Ellos vinieron hace unos días.
—¿Qué? ¿Quiénes?—pregunté.
—Ellos vinieron, los que silban como él —decía como en un estado de euforia mientras lo miraba al bicho y luego a mí —Lo arreglamos nosotros. — ¿Querés conocerlos?
Miró hacia un costado de la habitación, sacó su mano del pelaje del bicho y comenzó a caminar por el dormitorio en busca de algo. Abrió las puertas del armario, fue hacia los cajones del placard, los revolvió. También buscó en el interior de una valija y por último se agachó para mirar debajo de la cama.
—¿Qué estás buscando? —pregunté.
Y ella que seguía agachada me dijo en voz baja:
— Vení, acá están...
Miré al bicho que estaba empezando a silbar y salí corriendo de la habitación, cuando estaba cerca de la puerta escuché como un aullido de dolor proveniente del cuarto. Corrí hasta su habitación, estaba sentada en el piso. Al bicho no lo veía. Ella tenía sangre en una de las manos. Con su voz débil murmuró unas palabras:
—Ellos me lastimaron cuando los quise sacar. No querían salir y cuando hice fuerza me lastimaron con esas púas —dijo sollozando.
Me acerqué un poco más a ella, le miré la parte de arriba de las manos, tenía rasguños y puntos rojos inflamados que parecían mordeduras. Comenzó a abrir más los ojos y a hablar en voz baja, me aseguraba que ellos podían estar ahí, escuchándonos, en cualquier parte de la habitación.

—Quizás nos quieran llevar con ellos —dijo entre lágrimas, y puso su mano temblorosa sobre la mía. —Tenemos que irnos —exclamó con miedo. La agarré de la mano y empecé a salir de la habitación. De pronto se soltó y fue rapidísimo a mirar debajo de la cama, parecía que buscaba algo. Vamos -le dije. Y en ese instante dejó de mirar debajo de la cama y me miró a mí. Con la mirada perdida, irreconocible me dijo en voz baja
: —El bicho está acá con ellos, acá debajo de la cama...

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