Visita
Aquella
tarde le compré un chocolate, no sabía cómo retribuirle el regalo de que me mirara
como lo hacía. Puse el chocolate dentro del bolsillo de la campera y fui a
donde él estaba. Le miré las manos mientras hablaba por teléfono. Las de mi
padre eran huesudas, flacas, nerviosas. En cambio, las de Francisco eran manos
jóvenes.
Lo que más conocía de él hasta ahora era su mirada, estaba tan
concentrada en ella que en seis meses no había hecho foco en nada más. Ahora
empezaba a mirarle los labios, gruesos, carnosos. Su pelo negro y corto. Era
un poco más alto que yo y era muy delgado como mi padre. ¿La habría conquistado
a mi madre con la mirada o solo con promesas?
Entre Francisco y yo no había
promesas. “Somos amigos, podés confiar en mí y creo que yo también en vos”,
había dicho. ¿Ahora éramos amigos? Hacía tres meses atrás que me había dicho
que si era por él me encerraba en el cuartito y me daba un beso. Y ahora me
hablaba de amistad. Dijera lo que dijera yo quería seguir mirándolo, así fueran
cinco minutos o dos horas como pasó una tarde.
Después de charlar un rato, le
di el chocolate y cuando lo agarró se rozaron mis dedos con su mano... Ahora sabía otra cosa más de él, que sus manos no eran tibias. Me dijo "gracias" y se me quedó mirando con una sonrisa de oreja a oreja. Quería
atravesar el mostrador y abrazarlo como se abrazan los que se quieren y no se
ven hace mucho. En vez, le dije que debía irme. Cuando le di la espalda pude
sentir que se había quedado mirándome mientras me iba.
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