No vas a volver


La casa quedó vacía desde que te fuiste. Se secó la planta de la moneda que habíamos comprado... No vas a volver. Camino por el living, queda una mesa y dos sillas. Tengo un poco de tiempo, antes de que vengan los nuevos inquilinos. Voy al que era nuestro baño: la mesada vacía sin tus perfumes, ni cremas, ni afeitadora, ni nada.
Salgo del baño y voy al escritorio. En uno de los estantes de la biblioteca estaban tus libros, tu música, y ahora no queda nada. Agarro el libro que encontré y lo aprieto contra mi cuerpo; a este libro de Borges lo habíamos leído juntos. ¿Te acordás de ese cuento que tanto nos hacía pensar en los sueños? Me acerco al ventanal del cuarto, el cielo está gris y hay viento. Martín, no vas a volver.
Voy al dormitorio. Todavía está la cama, sin colchón ni almohadas y en un estante quedó un portarretratos con una foto de los dos. Me siento sobre la madera fría de la cama, una cama elástica para saltar al cielo, pienso, la cama: una laguna oscura de peces incoloros. Quizás, todavía haya algún pelo tuyo en el piso; ojalá, ojalá que estuvieras aquí. Solo éramos dos almas perdidas que nadan en una pecera, año tras año, corriendo siempre sobre el mismo viejo camino. ¿Qué hemos encontrado? Los mismos miedos de siempre, deseo que estuvieras aquí…, pienso en este tema de Pink Floyd; mi alma, un charco de agua que se seca…

Agarro el portarretratos y tengo ganas de nadar, tal vez para olvidarme de las ideas tan absurdas que pienso, una idea absurda, digo en voz alta, una sombra rota por los vidrios… y tiro el portarretratos contra el piso. Salgo del dormitorio. Los fantasmas se van del comedor cuando enciendo la luz. Me siento durante un largo rato en la silla que él solía usar. La mesa está llena de tierra. Ya sé que nos vas a volver, eso es imposible, digo en voz alta.

Camino hacia el balcón. Abro la puerta. El viento me enfría la cara. Los inquilinos deben estar por llegar, pienso. Me agarro de la baranda, miro hacia abajo. Cuando era adolescente quería tirarme del octavo piso de la casa en la que vivía con mis padres; solía preguntarme cuáles serían las sensaciones que una persona experimenta mientras va llegando al piso y sabe que se va a morir. Me dan miedo las alturas, pero también ganas de tirarme hacia abajo. Escucho el timbre del portero eléctrico, esos son los que vienen a ocupar el lugar donde fui feliz con Martín. Apoyo la mitad de mi cuerpo en la baranda del balcón con la cabeza hacia abajo. Todavía estoy agarrada a los barrotes. Mi amor, en la muerte nos encontramos, digo en voz alta y me suelto hacia el vacío.



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