La puerta
Estefy
se mordía una uña mientras miraba sin pestañear hacia la puerta de la casa de
su padre. En 34 años nunca lo había visto. Francisco estaba a su lado. Sabía
que decir alguna palabra no tendría sentido. El reloj del auto marcó una nueva hora,
hacía dos horas que estaban allí. Estefy bajó y prendió un cigarro. “¿Por qué madre
no me lo dijo antes? Todo habría sido más fácil…”.
Se acercó a la puerta, no
había timbre, solo una bolsa alta llena de piedras, y golpeó. Quería verlo. ¿Qué
le diría si aparecía? Tenía un apellido distinto, era una perfecta desconocida
para Bernardo Olivera. Volvió a golpear. Francisco observaba. Estefy lo miró y
negó con la cabeza. “¿Por qué no salía ahora que estaba buscándolo su hija
biológica?”.
Golpeó una vez más. El corazón le latía como si estuviera trotando. Miró por el agujero de la cerradura, un patio largo por el que tantas veces Olivera habría pasado; “¿por qué no tenía un timbre?”. Se paró sobre la bolsa de piedras, desde allí podía ver mejor el patio, la casa estaba al fondo.
Golpeó una vez más. El corazón le latía como si estuviera trotando. Miró por el agujero de la cerradura, un patio largo por el que tantas veces Olivera habría pasado; “¿por qué no tenía un timbre?”. Se paró sobre la bolsa de piedras, desde allí podía ver mejor el patio, la casa estaba al fondo.
Volvió al auto. Se sentó en el asiento y miró el reloj del auto, marcó una nueva hora. Tenía calor, sed; el sol de noviembre ya empezaba a hacerse notar. “Voy a comprar una bebida y a averiguar”, le dijo a Francisco y volvió a salir del auto. El almacén estaba enfrente a la casa de Olivera. Estefy agarró unas bebidas. En la caja había una mujer. Cuando llegó su turno de pagar, le comentó que estaba buscando a Bernardo Olivera, pero que no la atendía. “Gritale Bocha, no escucha bien, así que insistí”, dijo.
Estefy salió del almacén.
Pensar que tantas veces habría ido Olivera a comprar. Lo conocía un mundo
entero menos ella. Volvió a la puerta. No le salía la palabra Bocha, ni Bernardo
ni Olivera, ni nada, no le salían las palabras, estaba como petrificada. “Quisiera
pasar por arriba de la pared, conocer su cara, quisiera aunque fuera ver su
sombra, hasta con eso me conformo… con su sombra; quisiera que esta bolsa se
convirtiera en una cama elástica para saltar gritando: ¡acá estoy, por favor
salí!"... Pero no podía gritar.
Golpeó una vez más. Tal vez no escuche desde el fondo de la casa o quizás salió temprano… Si nos hubiéramos levantado más temprano, si hubiéramos venido más rápido, si pudiera quedarme todo el día esperando…
Golpeó una vez más. Tal vez no escuche desde el fondo de la casa o quizás salió temprano… Si nos hubiéramos levantado más temprano, si hubiéramos venido más rápido, si pudiera quedarme todo el día esperando…
“Esta es la última vez”, se dijo. Habían ido seis veces y nunca habían tenido éxito. Bernardo Olivera ya debía saber que alguien lo estaba buscando. Estefy había hablado con tres vecinos y con la mujer del almacén. “¿Cómo nadie le preguntaba para qué lo buscaba? O si quería dejarle un mensaje”. Volvió al auto, decidida a dejar la búsqueda paralizada hasta nuevo aviso.
La calle 123 en la que vivía Bernardo Olivera seguía con el mismo ritmo tranquilo que a la mañana. Tener que volverse a la Capital y abandonar esa puerta era como abrir una heladera después de volver de un largo viaje. Lo miró a Francisco a los ojos, esos ojos color miel testigos de esta búsqueda. “Vamos”, dijo Estefy. Francisco se acercó, le dio un beso y la abrazó. La cara de ella quedó apoyada sobre uno de sus hombros, sus ojos miraban hacia la puerta, “¿es que nunca va a salir por esa maldita puerta? Tal vez nunca pueda encontrarlo, ni verlo ni saber a ciencia cierta si es mi padre biológico”; escondió los ojos en el hombro de Francisco y comenzó a llorar.
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