Un nuevo otoño sin ella
“Sin salir a buscar encontré algo más bueno que lo bello
de la vida”. A Javier esa canción le traía recuerdos. Encendió un cigarrillo y
caminó por la plaza. Las hojas de los árboles caían a su paso. El viento le
susurraba la melodía de la soledad; en la ciudad de las diagonales los otoños
eran tristes. “Me voy a casar”, resumía el final de la historia.
Tiró al suelo la colilla del cigarro. Recordó todas las
veces que se había querido comunicar con ella, al teléfono de línea, al del
trabajo y al celular, pero nunca estaba o se negaba a atender. El contestador
telefónico de Miranda tenía miles de mensajes de él. Miranda se iba a casar, y
él quería hablar con ella. Levantó el auricular y la llamó al celular.
—Miranda, soy Javier. Quiero verte, en
nuestra plaza, Plaza Moreno. Por favor.
—¿El miércoles a las 6 podés?
— Sí. Te voy a esperar en la estatua del otoño.
El reloj de Javier marcó las seis. Si un año atrás
habría sido más valiente, ahora estaría con ella. Igual, en pocos minutos, la
vería en la plaza donde se habían encontrado la primera vez y podría decirle lo
que sentía. El abandono de Miranda había sido, según Javier, porque ella se
había hartado de él.
Encendió otro cigarrillo y se acomodó un mechón del pelo.
Recordó amores frustrados, embelesados por el recuerdo de Miranda o por las
propias locuras de él. Fobia al teléfono, a la lluvia, al desorden, al
compromiso.
Sintió una puntada en el estomago. Miranda estaría por
llegar. Recordó que le había dicho que la esperaba en la estatua del otoño.
Pensó en Miranda que le recordaba a las cuatro estatuas de las estaciones: al
calor, al frío, a las flores perfumadas y a la soledad. Eran cuatro estatuas
francesas. Descuidadas como el amor hacia Miranda y oxidadas como la coraza de
Javier. Una era más bella que la otra. La estatua del invierno estaba
protegida del frío, con un manto. Sostenía un ánfora en una mano. Las llamas le
daban calor. Los labios tibios de Miranda también le habían dado calor. En su
memoria la vio, en aquel invierno pasado, cuando caminaba con el piloto azul,
por el sendero; la lluvia apenas la mojaba y el viento le revolvía el pelo. Recordó el aroma de Miranda, cuando terminaban de hacer el amor, una
mezcla de olor animal con sabor a sal.
Una lágrima rodó por la mejilla de Javier. Volvió a mirar
la hora. Suspiró y fue hacia la estatua de la primavera, representada
por una joven rodeada de flores.
Miranda era paciente. Sabía como generar placer o calmar
un dolor. Con un abrazo podría haber curado al mundo. En su mirada no cabía la
maldad. Era sexual, pacífica y salvaje.
Le dio la espalda a la estatua de la primavera y caminó
hacia la del verano, que sostenía un gran ramillete de espigas. Recordó cuando
se miraban en el reflejo del agua de la fuente de aquella estatua y se amaban
bajo el sol ardiente. En ese verano habían sido felices.
A lo lejos vio la figura de Miranda. Se le aflojaron las
piernas, tuvo que sentarse. Miró a la estatua del otoño. Una corona de
espinas, un racimo de olivos. Si hubiera sido más valiente se habría ido.
Suspiró. La plaza se había oscurecido. Miró hacia arriba: un cielo gris y hacia
abajo, la locura de las noches solitarias. Tomó valor y se acercó al banco. Miranda
se había detenido en el tiempo. Él se fue acercando desde atrás, sin que ella
lo notase. La miró un instante y la saludó. A los pocos minutos de ponerse al día de cómo estaba comenzó a hablar:
—Necesito decirte algo... Todavía te amo. ¿Por qué no probamos una última vez?
— Javier, todas las veces que pudiste hacerte cargo de
la relación no lo hiciste, te escapaste. No puedo volver a confiar en vos,
aunque te siga queriendo. Fui yo la que te busqué miles de veces para que
estemos juntos, la que peleé, la que me jugué por la relación y vos nunca nada.
—Dame una oportunidad de demostrarte que cambié.
—No, ya no, la última vez me dejaste destrozada.
Se levantaron del banco, él fue en busca de un abrazo,
ella no quiso abrazarlo y en silencio se fue caminando sin mirar hacia donde estaba él. Javier se quedó parado mirándola irse, era la última vez que había podido tenerla cerca. Hubiera querido correrla,
decirle algo más. Qué le podía decir... Él no sabía amarla.
Volvió a mirar el cielo. Las nubes grises estaban a punto
de estallar, como su alma. Se le caían las lágrimas. La tormenta ampararía
su tristeza. Sintió que en el instante en el que ella se había ido él había
envejecido miles de años. Miró como las gotas de lluvia caían sobre la
estatua y como caían en su cara y se confundían con sus lágrimas. La lluvia lo estaba mojando por
completo, no le importó. Sacó su teléfono móvil del bolsillo, abrió el bloc de notas y escribió: “Un nuevo otoño sin ella”.
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