Desamor


Él me estaba esperando en la puerta del edificio. Lo vi desde la esquina. Un beso en la mejilla, un cómo estás. Me hizo pasar a su casa. Cerró la puerta, se acercó a mí y comenzó a besarme. Me pareció más flaco que la última vez. Me sacó el pantalón, besó mis piernas, mi vientre; le desabroché la camisa, volvía a tocar su piel suave, empezamos a hacer el amor como dos locos enamorados. Cuando terminamos no hubo casi tiempo para reponernos, se paró delante de mí y me miró como diciendo “Tenés que irte”. “Ya me voy”, le dije. Se acercó y comenzó a besarme de nuevo e hicimos el amor otra vez. 

Pero esta vez, al terminar, se levantó más apurado y me dijo “Ahora si te tenés que ir, está por llegar”. Me vestí rápido, agarré la cartera, y nos despedimos con un beso en la mejilla. No me detuvo ni dos segundos para darme un beso en los labios, no me escribió al día siguiente tampoco. Había estado tan solo cuarenta minutos en su casa. Habría querido que todas las palabras de amor que me había escrito en aquella carta me las dijera en persona... Pero no, no dijo una sola palabra ni de amor ni de nada. 

Si tan solo podríamos haber hablado de la Biblioteca de Santa Ana, conocer sus ambiciones, sus secretos, sus miedos, pero nada. Él era un perfecto extraño. Querría haberle dicho: "No quiero dormir en tu pecho ni que me des el beso de las buenas noches, ni que me cuides en la enfermedad ni estar con vos para siempre"; querría haberle dicho, "lo único que quiero es que me conviertas en literatura". 

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