Zumbido


Hacía dos semanas que no la veía ni a Claudia ni al niño. Ellos vivían al lado de mi casa, nos separaba una pared. Cuando necesitaba algo acercaba la escalera y la apoyaba contra la pared. Desde ahí podía ver el patio de Claudia. Esa tarde puse la escalera y miré hacia el patio: las persianas de la casa estaban bajas y en la soga no había ropa colgada. Ni siquiera oí el llanto del niño, que era habitual. Antes de bajarme la llamé, esperé unos minutos y viendo que no salía decidí ir, por la puerta principal.

Atravesé mi casa y salí. Caminé unos pasos y llegué a lo de Claudia. Las persianas de adelante también estaban bajas. Toqué el timbre, no respondía. Esperé unos minutos y cuando estaba emprendiendo la vuelta escuché sus el ruido de llaves. Al cabo de unos segundos, Claudia apareció en la puerta: estaba ojerosa y desarreglada. Le pregunté si todo estaba bien porque hacía un tiempo que no la veía. Lo único que dijo fue que estaba harta del zumbido de las moscas.

Me hizo pasar al living, la seguí. Había moscas por toda la casa y olor a animal muerto. Agitó los brazos para espantar las moscas y sin mirarme preguntó si quería tomar algo. Dije que no. Me pidió que la acompañara hasta la cocina. Ese olor parecía impregnado en cada parte de la casa, hasta en Claudia. Me preguntó si tenía hambre, le conté que ya había almorzado. La miré a los ojos, parecía ida. “¿Cómo está tu hijo?”, pregunté. “Arriba. ¡Las moscas no se van!”, respondió. Algo andaba mal: Claudia no era la misma. Yo no oía ni el llanto ni la voz de su hijo, y había mucha suciedad y moscas. “¿Lo puedo ver?”, pregunté. De pronto me agarró de la mano, la sentí húmeda, y me llevó por el pasillo de la casa hasta la habitación del niño.  

Llegamos a la puerta, que estaba entreabierta. Entramos y prendió el velador. La luz iluminó el cuarto pequeño. Todo estaba igual, salvo la ventana. La persiana estaba baja y tenía unas cortinas gruesas. Le pregunté de qué era ese olor y no me respondió. Sólo me señaló la cuna. El mosquitero que había antes, ahora estaba roto. Me acerqué. La miré a Claudia, buscaba algo en una bolsa. Me puse al lado de la cuna.

La última vez que lo había visto, él me había mirado. Ahora estaba inmóvil, con los ojos abiertos y la mirada fija. Su piel era blanca y tenía algunos moretones en la cara. La cabeza y el cuello, de un color verde azulado. Me tapé la boca y lo seguí mirando. Un centenar de moscas le revoloteaban: algunas apoyadas sobre la nariz y otras sobre la boca. El cuerpo lo tenía tapado. Imaginé que debajo de esas sábanas, habría miles de moscas.

Me alejé de la cuna y salí corriendo del cuarto. Desde la puerta de la casa escuchaba sus gritos, me pedía que no me fuera, que me quedara con ella, que no sabía qué había pasado y que no sabía qué hacer. Cada vez gritaba más fuerte, antes de salir a la calle escuché que decía: “¡No soporto más el zumbido, es insoportable!”. 

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