Una carta más
Una hora, sí, una hora; ¿es
mucho tiempo para esperar a alguien? A las 5 llegué a la puerta de la casa.
Seguía sin timbre, ¿por qué iba a tenerlo ahora? "La gente no cambia", me dijeron
una vez. Toqué a la puerta. Esperé. No contestaba. Golpeé la puerta del vecino
de al lado, le pregunté por Bernardo y me dijo que no lo había visto. Pensar
que vine muchas veces a esta misma puerta y me fui sin verlo. Esta vez no me
iba a ir sin verlo, sin saludarlo por Navidad y Año Nuevo, sin darle la segunda
carta. Pero igual, aunque lo vi más tarde, me fui sin decirle que lo había
estado esperando desde que tenía uso de razón, que lo había estado buscando por
cada rincón de La Plata; y no le pregunté si alguna vez había estado dentro de
la quinta de las Tarelli.
Seguí golpeando. No era un
día de calor, había amanecido nublado y de a ratos salía el sol. Miraba el
reloj, las 5. 15. "Hasta las 6 espero", me dije. Sabía por él que a las 7 se
acostaba, no iba a asomarse después de esa hora. Volví a golpear y lo llamaba gritando
Bernardoooo. Nada. ¿Estará durmiendo tan temprano? ¿No querrá contestar? ¿Estará
vivo? Miraba esa puerta, ¡era nueva! No tenía el número de la casa. 5.30. Otra
vez a golpear y a llamarlo. Nada. Golpeaba despacio y suave y al rato de manera
más enérgica y fuerte. Ya no sabía qué mirar, la bolsa de basura, el pasto, el
vecino de al lado que cruzó al almacén y compró pan.
De pronto, vi venir a un
hombre caminando. La particularidad de Olivera es que nunca parece el mismo,
siempre está distinto. Caminaba bastante rápido. Lo primero que sentí al verlo
fue alivio. Había ido a comprar carne y acá estaba de vuelta. Nos saludamos,
vestía unos jeans y una camisa. “Tengo algo para darte”, dije. Me miró.
“Vamos
por un café, te invito”, respondió. Caminamos hacia el mismo café que habíamos
ido las últimas dos veces, era el que estaba más cerca de la casa. Sentados a
la mesa parecíamos dos extraños, lo éramos en realidad. Él no me preguntó nada,
yo tampoco quise volver al pasado. Por esta vez, quería disfrutar de su compañía
sin tener que hacer un interrogatorio. Solo me contó que iba a festejar en
soledad las fiestas, que no quería ver a nadie y que estaba bien así.
Lo veía
cansado, “que no se muera pronto”, pensaba, “necesito saber más cosas y
disfrutarlo un tiempo más”. ¿Y si estaba senil? Por momentos parecía perdido,
ido, desconectado de ese café y de mi presencia. Igual no quise volver a hablar
de mi historia, para eso le había escrito la segunda carta. “¿Vamos?”, le
pregunté. Y fuimos hacia el auto, abrí el baúl y le di la carta. Sabía que no
iba a volver pronto para preguntarle qué le parecía y ahora que pasó un mes
temo que se haya olvidado de lo que dice.
Quizás fue en vano o quizás no. Le di
una bolsa que había llenado de turrones, garrapiñadas, pan dulce y budín. Me dio
un beso y me apretó el brazo cuando me saludó. Tuve ganas de abrazarlo pero no
lo hice, no me animé. Y me fui, mientras él esperaba que terminara de sacar el
auto del espacio en el que lo había estacionado.
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