Aleteo


Había agua por todo el piso, yo estaba descalza. Podía oír el sonido del agua corriendo por los caños. De repente, escuché otro ruido, era parecido al aleteo de un pájaro. “¿Qué invenciones estoy teniendo?”, me pregunté, pero el sonido no cesaba, era continuo, parecía como que estaba cada vez más cerca de mis oídos. Andrés me había dejado encerrada, como lo hacía cada vez que decía que yo lo había engañado, aunque esta vez era diferente: no estaba sola. Miré hacia el techo, una figura oscura se alojaba allí arriba. Caminé despacio hacia la puerta, golpeé a puño cerrado; grité, volví a golpear y dije:

─ ¡Abrimeeeeee!
No se escuchaba un solo sonido más que el del aleteo. Me tapé los oídos, me arrinconé contra la puerta.
“Quizá toda la culpa no había sido mía, Andrés me estaba dando amor en migajas, racionado, descongelado y diluido. Decía que se había aburrido de mis ojos, no me besaba el cuello ni las manos ni los labios, un beso seco dos veces por día, como un remedio recetado. Tuve que soportar todos sus enojos con el mundo, sus tiempos pelotudos, sus casi y nada de ganas de buscar un hijo, sus silencios, su poca tolerancia, sus tan pocas ganas de amarme. Andrés, perdoname, latía y latía el pulso acelerado del deseo cada minuto que pasaba y vos con la noche convertido en piedra, durmiendo a mi lado sin estarlo, pensaba recordando las últimas noches pasadas. Anoche te habrás vuelto arena para salir por debajo de esta puerta cerrada con doble llave”.

El continuo aleteo cada vez más cerca de mí me obligó a dejar esos pensamientos a un lado. Me puse de pie y me apoyé en la pared. No veía nada, no podía correr ni caminar. El pájaro estaba delante de mí, podía sentir su mirada, sus alas apenas me rozaban el pelo. Parecía gigante, llegué a pensar que tenía más de dos alas o se movía demasiado rápido; rozaba mis piernas, mi panza. No me daban las manos para ahuyentarlo y a la vez gritaba que se fuera. Aleteaba cada vez más rápido. 

De repente, dejó de rozarme el cuerpo y fue a mis pies, me los picoteaba. Sacudía y movía las piernas, él no se daba por vencido, continúo picoteando mis pies, luego fue a mi vientre, lo busqué con mis manos y lo apreté lo más que pude. No sé de dónde lo agarraba, pero lo apretaba aunque mis fuerzas disminuían. Un líquido pegajoso y tibio salió, creo que de su pico, y lo solté. Voló. Me tiré al piso, me puse boca abajo. 

Volví a gritar, a llamar a Andrés. “Bastaaaaaaaaa”, decía entre sollozosMe zumbaban los oídos, el pulso acelerado me hacía vibrar todo el cuerpo, quería salir de ahí, correr, ver la luz, verlo a Andrés, quería decirle que, quería… El pájaro estuvo en segundos picoteándome los brazos, parecían como pinchazos seguidos. Mi llanto se entrecortaba. Siguió por mi cara, me lastimó una ceja, la sangre corría en vertical. Lo aparté con las dos manos y logré sacármelo. 

El aleteo comenzó a disminuir, creí no escucharlo más. Unos segundos después vi la figura oscura allí arriba. Volvía a aletear, pero ahora con más frenesí, como tomando impulso para dar el golpe final. Desde el techo descendió en línea recta hacía mí. No me dio tiempo ni para gritar, con una puntería perfecta incrustó su pico en mi cuello, penetró la piel, ardió, la sangre corría una maratón. Me pareció que las paredes se abrían, se convertían en túneles negros, vacíos de gente, de luces, de tiempo y de lugar. Caí al piso y en ese estado de ensueño lo vi a Andrés mirándome con el pájaro apoyado en su brazo. Sin voz, sin fuerzas, sin poder resistir ni un minuto más todo el dolor físico cerré los ojos y me derrumbé.


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